jueves, 4 de octubre de 2012

REINA DE LA JUDERÍA



          A esa edad, una cree que es el hombre de su vida.


           Este palacio va muy unido a mi temprana existencia. Nací cuando se empezó a construir, y mi primer amor lo tuve nada más finalizarlo.



  
           Mi padre formaba parte del séquito del rey Pedro de Castilla. El hecho de ser bueno con la contabilidad, le granjeó la confianza del monarca, sin importarle, a este último, su condición
de judío.







           La primera vez que me fijé en él, me pareció la persona más atractiva del mundo. Rondaba la treintena, y su porte y ropaje, en aquel impresionante recinto, me dejaron aturdida por bastante tiempo. 

  


          Pedro, siempre tan batallador, regresó a Sevilla para inaugurar su obra cumbre: el Palacio Real. En su incomparable Patio de la Montería fueron reunidos los artesanos mudéjares, los contables judíos y la corte castellana; en aquel reinado, las tres culturas vivían en paz bajo el mismo cielo protector.
 

         Nosotros habitábamos una envidiable casa en la judería hispalense, muy cerca del muro que protege el Alcázar. Todas las noches soñaba con saltar al interior, y poder ver a ese ser tan cautivador.



 




               Los continuos enfrentamientos con su hermano Enrique  –maldito sea su nombre–,   sus  andanzas  mujeriegas  
–malditas también estas–, y su deslumbrante palacio, hacían que no pudiese sacarlo de mis pensamientos. Don Pedro por aquí, don Pedro por allá..., que si cruel, que si justiciero…; estaba en boca de todos. 



               Entre suspiros y deseos, fueron trancurriendo las semanas,
los meses...



         Una mañana, mi padre, que tenía audiencia real, pensó que me podría interesar acompañarlo; creyó que así se alegraría un ánimo que a todos tenía bastante preocupados.




          Dejamos atrás la Puerta del León, para, a través de un pequeño jardín, pasar al añorado Patio de la Montería. Sevilla lucía sus mejores galas: despejado, buena temperatura, y un agradable olor a azahar; todo volvía a sonreirme.







          Una vez dentro de palacio, una no sabía dónde mirar: los azulejos, las lámparas, los techos... Se sucedían las salas, a cual más hermosa.






          Los aposentos reales estaban rodeando el Patio de las Doncellas, de aquí pasamos al salón privado o Salón de Embajadores, en el que  se habían congregado un buen número de cortesanos, esperando la llegada del monarca.

























         Impetuosamente, como era él, irrumpió en aquel salón, cogiendo a los asistentes desprevenidos. Entre nerviosas reverencias, se dirigió a una imponente silla, y tomó asiento. Su penetrante mirada indicaba al maestro de ceremonias con quien deseaba hablar.


         Mi padre me soltó la mano, cuando le llegó su turno, y se aproximó. Como no me indicó nada, le seguí. Se postro ante el rey, advirtiendo que unos pequeños pies se habían plantado junto a él. Las risas de Pedro provocaron el espanto en mi progenitor. El monarca lo calmó, y, levantando un enorme revuelo, se incorporó y vino hacia mí. Hincado de rodillas, me dijo:

           –¿No te doy miedo, pequeña?

           Se hizo un silencio sepulcral.


           –No, ¿por qué me habría de dar?
–fue lo que pude balbucir, sin despegar mis ojos de los suyos.


         Pedro posó una mano en mi cabeza, y esbozó una arrebatadora sonrisa;  en ese momento, en ese mágico instante, me consideré "la Reina de la Judería”.




          Se incorporo, habló a solas con mi padre, lo abrazó, y, tras despedirse de mí, volvimos a nuestro barrio. Fue la última vez que lo vi.





          Tiempo después, supe que su hermano –de infame recuerdo– acabó con la vida de mi amado rey, y con mi reino.



3 comentarios:

  1. Buenisimooooo...Relato de sentimientos infantiles , bastante atractivo!!.Cada dia te superas mas!!.

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  2. Incluso Pedro El Cruel se derrite ante la pureza e inocencia, ¿ironía? Yo creo que no. ;) Muy bonito. Un besazo, Rey!

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