martes, 23 de octubre de 2012

¿Y EL BARCO?

«Quien mira fijamente al mar ya está navegando un poco»
                                                                              PAUL CARVEL                                                             






          El camión reculó hasta colocarse junto a la grúa. Se había congregado mucho público para ver cómo depositaban una colosal ancla en el paseo marítimo; pronto se formaron animados corrillos.





         Uno de ellos rodeó al cronista del pueblo que relataba el pasado romano del puerto, y fue avanzando en el tiempo, hasta recordar los grandes buques balleneros que atracaban en él.

















           Otro, nutrido de pescadores, calculaba la eslora y la manga del navío que lo utilizó; discutían, incluso,  si fue mercante o de pasajeros.








           En ese momento, la grúa levantó la carga del camión. La fue girando hasta colocarla sobre unos funcionarios que la esperaban para fijarla al suelo.


  


      Un grupito de jubilados hacía señales al conductor de la máquina elevadora, indicándole las maniobras correctas que debía seguir la pluma; el gruista, mientras sorteaba a cuál de ellos mataría primero, dejó la carga en su definitivo asentamiento.







          Los pensionistas olvidaron a la grúa, y sacaron a relucir sus conocimientos en albañilería, para suplicio de los encargados de asegurar el ancla al pavimento.









          Cerca, unas ancianas desempolvaban a parientes y amigos embarcados en grandes buques camino del exilio, o de nuevos horizontes donde rehacer sus vidas. Todas tenían a un ser querido en Argentina, México o Cuba, y todas terminaron soltando alguna lágrima.





          El camión abandonó el muelle, ocupando su espacio los numerosos presentes. Entre ellos, había quién daba crédito al rumor que aseguraba que, la descomunal áncora, perteneció a una fragata hundida en la última gran guerra, explayándose en detalles bélicos de dudosa veracidad. 


  






        Entre tanto, una pareja de jóvenes imitaba a los protagonistas de Titanic. «¡Soy el rey del mundo!», gritaba ella, que, subida en la valla de protección, abría los brazos, y se dejaba caer en los de su chico.




          Terminado el afianzamiento, unos operarios de la limpieza adecentaron los alrededores, y lucieron un poco la escultura. Se recogieron las vallas, y los más curiosos pudieron acercarse y tocarla.



     De los bañistas que desviaron su rumbo, y se aproximaron, estaba una familia que admiraba la enorme pieza de metal.


         –¡Mamá! ¡mamá! ¡¿Qué es eso, mamá?!  –dijo un niño, tirando del brazo de su madre.

         –¡Ay Marianito, estate quieto! ¡Eso es un ancla!  –le respondió muy acalorada.

         –¡¿Un ancla, mámá?! ¡¿Qué es un ancla?! ¡Dime, ¿para qué sirve un ancla, mamá?! –volvió a intentar sacar el hombro de su progenitora.

         –¡Una cosa para que se estén parados los barcos!



         –¡¿Parados?! ¡Mamá, eso no puede ser, ¿y el barco?! ¡Mamá, ¿para qué sirve un ancla si no hay barco?! ¡¿Eh, mamá?!

         –¡Dios mío, dame fuerzas!  –se dijo la madre, mientras pedía auxilio al cielo.




          El lugar se fue desalojando, a medida que caía la tarde;
todos marcharon a sus hogares, exhaustos, tras haber surcado los confines de su imaginación.






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