jueves, 1 de noviembre de 2012

AQUEL DÍA, AQUELLA TORMENTA



         
          Cuentan los mayores que, aquel día, había amanecido completamente cubierto; las súplicas para acabar con la falta de lluvias, parecían que estaban a punto de dar sus frutos.

         Pero, según avanzaba la mañana, la negritud del cielo anunciaba algo peor.


   
 
          Cuando, tras el viejo castillo, se empezaron a oir los primeros truenos, los vecinos comprendieron que aquella no era una simple borrasca.

          A medida que el estruendo progresaba hacia el pueblo, el pánico se fue apoderando de él. La idea de buscar protección en la iglesia de Santiago se extendió entre sus devotos habitantes, acudiendo en masa al bendecido lugar. Las mujeres reclinadas, tocadas con velos y negras mantillas, y los hombres de pie, sombrero en mano, miraban al Cristo de la Sangre, y rezaban.







        No todos se hayaban a cubierto.


        En un pastizal próximo, un joven pastor intentaba agrupar a sus atemorizadas ovejas, para resguardarlas; los perros, desorientados ante lo que se presagiaba, poca ayuda le estaban prestando.

  
        Un labriego, al que conocían como Juan «el del cerro», sabedor de los problemas que tendría el muchacho de no recoger pronto el ganado, decidió acudir en su socorro.





          En el interior de la parroquia se oían plegarias, y gemidos de niños aferrados a sus padres; algunos, como la pequeña Hermenegilda, dormían en brazos de sus madres. El ambiente se hacía irrespirable; el gentío, el limitado espacio, y las velas y cirios, que se ofrecieron para acabar con la sequia, convertían aquel refugio en un infierno; a esto había que añadir el asfixiante calor que envolvía a la tormenta seca.



 
 






          Algo extraño iba a suceder; dejaron de volar los pájaros, e incluso los animales de corral enmudecieron. Un sobrecogedor silencio se apoderó del municipio.




          A distancia de allí, Juan y el pastorcillo conseguían, con mucho esfuerzo, hacerse con el rebaño. En un momento dado, las ovejas quedaron petrificadas, como barruntando algún peligro. Y entonces ocurrió.




          Un fulminante y atronador látigo luminoso, alcanzó al hombre por la espalda, chamuscándole el sombrero y la camisa, y tirándolo con violencia hacia un muro de piedras. Su imberbe acompañante caía al suelo, ofuscado por el rayo.



         La tormenta se posó sobre el pueblo.




         En la iglesia, un descomunal rugido golpeó su techumbre a la altura del coro. Todos volvieron la mirada, y quedaron deslumbrados ante el fogonazo que, tras haber penetrado por la torre, irrumpía entre ellos.












          En pocos segundo, el enloquecido rayo, cual bestia enjaulada, recorrió el interior de la nave parroquial de un lugar a otro, rozando el vestido de algunas mujeres, llegando incluso a agrietar un muro, hasta que, por una reducida ventana, consiguió liberarse.





        Gritos, empujones, carreras, había que alcanzar la plaza, antes de que volviese aquel endiablado resplandor.




...




         Fuera, conmocionados aún por lo ocurrido, se miraron, descubriendo que salía un  humillo de la ropa de Hermenegilda. Su madre espantada, la destapó, comprobando que la cegadora lengua de fuego solo había abrasado la toquilla de su hija.




          En ese instante, llegó Juan, al que rodearon viendo el aspecto que traía. Él los tranquilizó, mostrando el sombrero, e indicándoles como le fue quemada la camisa. Un vecino separó los jirones de su espalda, quedando todos sorprendidos de lo que vieron: aquel otro rayo le había alcanzado la piel, dejándole marcada la señal de la cruz.



         
          Cuentan los mayores que, aquella tormenta, llevó a Juan Díaz, como agradecimiento por el milagro, a señalar el 4 de mayo como festivo en este ancestral pueblo pacense, llamado Casas de Reina; desde esa fecha, del año 1851, se celebra el Día del Rayo
                                                                        




2 comentarios: